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Louise está casada, tiene dos hijas de seis y ocho años y un niño de siete meses que se pasa las noches llorando. Ella prácticamente no duerme y aun así tiene que ocuparse de una casa repleta de osos de peluche manchados de mermelada, latas medio llenas de pintura seca, ropa sin planchar y botones sin coser. Y de un marido imperdonablemente exigente. En el caos de su vida aparece además una inquilina, una profesora de instituto a la que tanto ella como su marido creen haber conocido antes, no recuerdan dónde ni cuándo. Su comportamiento extraño siembra dudas y sospechas en la cabeza de Louise, aunque siempre se siente obligada a pensar si no serán imaginaciones suyas, y, dramáticamente, es su propia conducta la que se vuelve sospechosa.