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Desde su observatorio solitario en la séptima planta de un edificio de viviendas, el narrador sin nombre de La avenida radiografía la Ciudad de Dios, una metrópoli decadente y moderna habitada por una nueva clase social, el Gran Relleno. También desde el Bar Porcacci observa la vida de los vecinos de aquel barrio paria (llamado la Pequeña Rusia durante los años del fascismo) que erigió, con olvidado heroísmo, la belleza de la ciudad eterna. Por último, este extraviado y lúcido hijo del siglo XX analiza su propio desencanto: aspirante a historiador del arte, funcionario propenso a las corruptelas, excomunista sin nostalgia. Como ya hiciera en La vida en tiempo de paz, Francesco Pecoraro levanta un gran fresco del fin de una época, la nuestra. Su proyecto narrativo posee la ambición de los inventores de la novela moderna: Auto de fe, Los sonámbulos, Berlin Alexanderplatz o Manhattan Transfer. Su estilo acerado abarca la digresión filosófica, la escena satírica, la indagación sociológica. Y su Ciudad de Dios, una Roma que nos recuerda que no ha agotado su capacidad simbólica, se nos presenta como la gran metáfora de nuestro tiempo: con un futuro ya muerto que se desangra sin utopía.